Separados del mundo exterior, unidos solo por una lancha que conecta el poblado con la Rusia Continental, los habitantes de Kenozero, un enorme lago situado en el Norte de Rusia, viven de la misma manera como lo hacían sus antepasados durante siglos. Es una comunidad pequeña, todos se conocen y producen lo que realmente necesitan para vivir. El cartero del pueblo, Liokha, es la única conexión que la gente tiene con el exterior, confiando en su lancha con motor fuera borda para unir ese lejano lugar con las grandes ciudades. Cuando alguien roba el motor de la lancha y la mujer que ama se muda a la ciudad, el cartero busca desesperadamente una nueva vida. Sobre el papel, El cartero de las noches blancas es una muestra de realismo social pero la deslumbrante capacidad de Andrey Konchalovskiy para capturar la naturaleza en todo su esplendor hipnótico dota este ejercicio de realidad ficcionada de una dimensión casi mítica. Cierto que el empeño del ruso por no explorar más allá de la superficie condena al filme a cierta banalidad que, en todo caso, no impide que derroche ternura y melancolía mientras lamenta un modo de vida moribundo.
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