Axel es un personaje extraño a la realidad, que ha interrumpido casi toda comunicación con sus semejantes y vive en estado de introspección. De él sabemos tan sólo que ha dejado su profesión de médico cirujano, y que está viviendo con su hermana y sus sobrinos. Recorre los bordes de la vida, que observa con una mirada atenta y distante, y vanos resultan los intentos de quienes se le acercan –casi todas mujeres– por rescatarlo de su mutismo, por establecer alguna proximidad. Su encuentro con una muchacha embarazada parece la oportunidad para producir un cambio, sacarlo del aislamiento, lograr alguna clase de acercamiento íntimo, aunque cada inicio de conversación con este ser inasible, impreciso, cae en el vacío. Adivinamos que se ha producido en él alguna fisura, y su rostro es una pantalla en la que los demás –personajes y espectadores– proyectamos nuestra curiosidad, nuestras fantasías: ¿qué ha causado la grieta? ¿Ha atravesado alguna tragedia en su profesión? La cirugía no parece una labor acorde con esa personalidad carente de la agresividad y decisión necesarias para cortar y penetrar los cuerpos. ¿Ha tenido problemas con el alcohol, que ya no bebe? ¿De qué lo está protegiendo su hermana? No hay explicaciones psicológicas, y el director Santiago Loza elige el peligroso desafío de descartar la vía de la narratividad. En el transitar sin rumbo, en esos tiempos muertos o vacíos, la errancia se encuentra interpelada por recurrentes referencias al nacimiento y la muerte.
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