Si hay una sola certeza en The X-Files, es que fue una de las series de culto de los noventa, y los motivos de que su intriga abdujera a millones de espectadores no eran ningún misterio: un tema atractivo incluso para los descreídos, una estética fría y poco emocional, casi siempre en regiones y ciudades boscosas, algo desangeladas (muy apropiada a las historias tratadas: no creo que esta serie hubiera triunfado igual ambientada en Miami), y unos personajes muy bien acoplados a su trama (especialmente un Mulder perspicaz y seductor que siempre parecía ser el más inteligente, a pesar de sus extraterrestres en la cabeza). Y si la postura lógica del espectador era la científica de Dana Scully, siempre aparecían dudas y tentaciones inexplicables ante las que dejarse convencer.
Hubo siempre tanta tensión sexual no resuelta entre ambos como falta de pruebas irrefutables (en sus casos llenos de suspense), pero como en la series televisivas nadie pide concreción, el éxito encontró un camino abonado a la eterna indefinición. The X-Files, con sus historias increíbles, resultaba creíble, duró muchas temporadas, adoptó multitud de seguidores que extendieron teorías mucho más allá de la TV -quién sabe qué hubieran conseguido con el internet de las redes sociales de hoy en día- y consiguió engañarnos capítulo tras capítulo, deseando saber más.
Cada uno de los trailers promocionales televisivos parecía aventurar que en el siguiente episodio iba a ser revelada la verdad, pero siempre seguía estando ahí fuera. Era parte de nuesta ingenuidad y nuestras ansias humanas por resolver ciertas preguntas. Revelarnos una resolución definitiva sobre el tema extraterrestre hubiera sido mentira, y el finiquito de la serie. La Fox se encargó de que nos identificáramos con Fox: Mulder quería creer. Nosotros queríamos creer. Y sobre todo Chris Carter, que se forró vendiéndola a medio mundo, quería que creyéramos.
|